Desde la ventana podía ver el océano,
inmenso y agitado, su fuerza me inspiraba y me recordaba mi humilde
condición. A lo largo de la tarde fui viendo cómo las nubes de
tormenta se acercaban precedidas de una lluvia fina y ráfagas de
viento.
Cuando cayó la noche, una calma tensa
cubría la ciudad; era incluso poético. Bajamos al aparcamiento y
nos subimos al coche, intercambiamos una pocas palabras mientras
nos movíamos por la ciudad. Apenas tres minutos de recorrido.
Pasamos bajo el paseo del puerto deportivo y salimos al otro extremo
en una calle que subía en curva, dejando a mano derecha los barcos de
recreo. Giramos a la izquierda entrando en el casco antiguo de la
ciudad y pasamos cerca de una plaza. Las calles estaban desiertas por
la amenaza de lluvia y todos se refugiaban en los pubs de la zona.
Detuvimos el coche junto a una iglesia románica del siglo XII, ahora
transformada en una vulgar discoteca; permanecimos allí aparcados
hasta que se llenó de gente.
Era el momento que habíamos esperado.
Nos bajamos del coche y sacamos del maletero un par de viejos
fusiles. Hace treinta años fueron revolucionarios; ahora, como
nosotros que nos negamos a implantarnos, están simplemente
desfasados. Nos acercamos a la puerta, amartillamos las armas e
intercambiamos miradas. En ese momento comenzó la tormenta, de gotas
grandes y abundantes, riadas por las calles y con espectaculares rayos sobre el océano.
Acomodé el arma al hombro y entramos.
La música había comenzado hacía más o menos una hora. El local
estaba lleno de esa gente que había destrozado su cuerpo con
máquinas; ya daba igual, estábamos allí para corregir su error.
Apretamos el gatillo. El supresor del
arma sonaba como un asmático jadeando. Disparamos y disparamos para
redimirlos. Lo logramos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario