Diario de aventura
Yo, Arem Holf, me comprometo a que
todo lo narrado aquí es veraz y, si algo falta a ello, es porque he
sido víctima de un engaño o mala interpretación de los sucesos.
Cuarta jornada
Volviendo hasta la actual sede del
gremio de aventureros sin más compañía que mis pensamientos y mi
caballo me puse a pensar acerca de si realmente este sendero de
noches al raso, difíciles decisiones y peligrosos combates me
llevaría a cumplir mi principal objetivo, derrotar a la princesa
Brundir con el bastón. La verdad es que cuando hice noche en
Greenhill, ahora algo más tranquila, durante mis oraciones pude
sentir cómo mi conexión con Tyr había mejorado notablemente, así
que esa noche tomé la decisión de continuar en el gremio.
Una vez me hube reunido con mis
compañeros formamos un nuevo equipo: Harald, Ausente y un recio
highlander que se nos quiso unir. Alguna clase de veterano de
guerra, esa clase de guerreros que como única armadura viste su
kilt, cargado con cuatro espadas —dos de ellas a la espalda, algo
que las vuelve inaccesibles— respondía al nombre de Kincaid
Bannerman —de no ser por sus reseñables dotes como guía evitaría
el uso de su nombre como vine haciendo hasta ahora—.
Tras algunas deliberaciones pusimos
rumbo al reino de Enor —hogar de mi familia materna— pero para
poder alcanzarlo deberíamos cruzar las peligrosas arenas de Dumar,
un desierto árido que se extendía hasta los pies de nuestro
destino, la fortaleza conocida como “la Última Esperanza”,
nombre ganado tras la lucha con el dragón rojo. Fue en estas tierras
donde Kincaid demostró sus habilidades como guía.
La ultima noche de nuestro viaje fue
la más peligrosa, dos caimanes de las arenas —criatura de la que
desconocía su existencia— trataron de acecharnos, pero, como ya
dije, Heindall había concedido un gran oído a Harald que nos alertó
a tiempo. El combate fue encarnizado, las bestias cubiertas por una
gruesa piel parecían inmunes a nuestros filos e hirieron de gravedad
a todos mis compañeros; algunos llegaron a perder el sentido por el
dolor. Por fortuna Tyr, siempre justo con los valientes, nos concedió
una victoria —ajustada, pero merecida—. Conservando el resuello
necesario, y de nuevo por la gracia de Tyr, pude sanar las heridas de
mis valerosos compañeros.
Alargando el último tramo del viaje
llegamos extenuados a “la Última Esperanza”, donde los Guardias
Grises —quienes hacen el trabajo sucio de Heironeus— nos dieron
asilo. Al día siguiente, con nuevas fuerzas y ya libres de la arena
del desierto, solicitamos acceso a las ruinas élficas.
Confiado por la reciente victoria, y
pensando que mis oraciones diarias serían suficientes, nos
adentramos en un lugar en el que incluso los estoicos Guardias Grises
se cuidan de entrar.
No me resulta fácil explicar lo que
allí vivimos. Debíamos avanzar iluminándonos con linternas y
hechizos de luz, las trampas nos esperaban a la vuelta de cada
esquina y Kincaid —que encabezaba la marcha— fue golpeado por
lanzas surgidas de la nada, rocas desprendidas del techo y
probablemente algo más que no supe identificar. Así alcanzamos una
serie de estatuas; representaban guerreros elfos de un clan que
perdió la cordura tratando con entes de otras dimensiones.
Los pisos subían y bajan sin sentido,
en uno de ellos un estanque de agua escondía un anillo mágico, el
tesoro nos alentó y continuamos hasta topar con un cofre. Supongo
que ninguno lo vio venir, pero cuando Ausente se dispuso a abrirlo,
reveló su verdadera forma. La tapa era, en realidad, fauces que
masticaron al sirviente de Pelor y el barniz una dura resina que
adhería las armas con las que lo golpeábamos.
La fuerza del highlander, la
astucia de Harald y mi acero lograron dar muerte a semejante
abominación. Por segundo día consecutivo los dones de Tyr cerraron
las heridas de mis compañeros, especialmente de Ausente que había
sufrido terribles laceraciones y sangraba profusamente. La oscuridad
de aquel lugar evidentemente impedía que Pelor cuidase de su pupilo;
solo un dios recio como Tyr u Thor lograba penetrar en los horrores
de aquel lugar.
Así alcanzamos una gran sala donde
diferentes estatuas de guerreros elfos portaban armas mágicas y
alguna clase de diadema, mágica también. A partir de aquí todo fue
a peor; nos topamos con una puerta cerrada de la que surgía un ojo
que con su sola mirada envolvía en llamas a todo lo que se moviese.
En otra sala unos símbolos de Pelor falsos se tornaron en tentáculos
de sombra que trataron de golpearnos, pero esto solo era el inicio.
Guiados por el lamento de alguna
criatura nos adentramos en las profundidades de aquel lugar, el suelo
cedió bajo nuestros pies y dimos de bruces con un cementerio de una
criatura enorme donde era de día. Lastimados, nos las apañamos para
subir; entonces el lamento se volvió cada vez más fuerte. Surgiendo
a través de las paredes —como si de un fantasma se tratase—la
criatura nos fue robando la fuerza de nuestros brazos y piernas.
Debía ser consciente de que Tyr me
protegía, pues me tomó como su principal objetivo. Casi sin
aliento, la persecución nos hizo perdernos en aquel lugar.
Exhaustos, y al carecer de un arma capaz de herir a la criatura,
hubiera preferido retirarme para que nos reagrupasemos, pero Kincaid
prefirió hacerle frente, pues él se había apropiado de una de las
armas mágicas. Desorientados, encontramos una estatua de la que
surgían los lamentos; tras ella, un árbol se elevaba desde unas
raíces de piedra .
Dispuse mi maza y justo con Kincaid la
hicimos sangrar —pues aquello era carne y piedra a la vez—. Mis
compañeros fueron atacados por aquella criatura etérea que ahora
tomaba forma física; utilizaba la fuerza que nos robó y de tan solo
un golpe dejó fuera de combate a Ausente y de otros dos a Harald. La
lucha que siguió fue realmente encarnizada; Kincaid, poseído por
una furia ciega y yo, por las ansias de venganza, le dimos muerte.
Tyr, alabado sea, con un último hilo
de energía me permitió estabilizar a mis compañeros que se
desangraban en el suelo. Mientras, Kincaid supo abrir un cofre del
que rescató unos pergaminos, entre ellos y por pura fortuna —obra
de Hermod, sin duda— uno con el que pude recuperar mis fuerzas. Me
eché a Ausente a la espalda, ya que permanecía inconsciente, y
comenzamos a buscar una salida.
Aquel lamento volvió otra vez sobre
nosotros, pero logramos eludirlo alcanzando la salida de aquel lugar
tan caótico. Una vez fuera de él los Guardias Grises atendieron las
heridas de mis compañeros, ya que por obra de la divina protección
de Tyr yo estaba en perfectas condiciones; cansado, algo magullado y
cubierto de suciedad, pero sano como antes de entrar.
Sabiendo que sería una falta de
respeto hacia Heironeus —y un hombre debe cuidarse de ofender a los
dioses, aunque estos no sean tan fuertes como su mentor— busqué un
lugar donde poder orar en agradecimiento a Tyr. Es por él por lo que
sigo vivo, por él que Hermod se molestase en colocar aquel pergamino
y por él que mis armas fueran precisas en la batalla.
Nota: La idea original, así como los personajes que no son Arem no me pertenecen. Esto la adaptación de una partida de rol.
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