Yo, Arem Holf, me comprometo a que
todo lo narrado aquí es veraz y, si algo falta a ello, es porque he
sido víctima de un engaño o mala interpretación de los sucesos.
Segunda jornada.
Así fue como el grupo partió tras el
silencioso Mudo. A decir verdad, el valeroso pero algo impulsivo
Elegido tuvo un desaire con él. Esto ocurrió porque, fiel a las
tradiciones, Elegido pretendió saber el nombre de Mudo —como
resulta evidente, una nimiedad al tratarse de plebeyos—, mientras
que su carácter retraído lo llevó a no presentarse de la forma
adecuada. Yo, Arem Holf, más versado en el trato con gentes de todo
tipo, logré que ambos tomasen la misma ruta en armonía.
Algo rezagados por el debate sobre la
corrección en los modales, dimos alcance a parte del grupo que se
había adelantado en busca de un lugar donde hacer noche evitando así
peligros innecesarios. He de suponer que el Bravo fue quien eligió,
con poco atino para nuestra causa, el lugar. Se trataba de Greenhill,
donde se encuentra la mayor biblioteca de la región.
El asunto es que sus habitantes
disfrutaban de un lánguido, extenso y algo atolondrado asueto tras
el duro esfuerzo del estudio. Como ya he comentado, el Bravo parecía
salido de aquel tipo de situaciones, así que sin perder tiempo se
aseguró de calmar la sed del viajero y, con la sabiduría de un
hombre de mundo, se empapó de la cultura local.
En lo personal preferí no perderme en
densos debates filosóficos como los que allí se celebraban y me
limité a dormir para estar fresco al día siguiente. Dado que mis
compañeros, inconscientes de la importancia de un buen descanso,
habían bebido algo más de lo adecuado me vi en la tesitura de
recogerlos mal durmiendo por las calles u ofendiendo la generosidad
de las mujeres del lugar; ese Sarraceno casi causa un altercado.
Dado que el resto del viaje hasta
Highorn discurrió sin grandes problemas, recuperamos fuerzas en el
poblado y luego subimos hasta la fortaleza, siempre con el Muro y,
por tanto, las Tierras Muertas a nuestra izquierda —cualquiera que
diga no sentirse vulnerable en esas latitudes, miente—, así que
reuniendo nuestro fiero temple llegamos a las puertas de la fortaleza
enana, grandiosa y regia como le corresponde.
Allí fuimos recibidos por el buen y
devoto siervo de Moradin, Vultan Tumbalomas —no había visto a
muchos enanos hasta ese día, pero en presencia de Vultan comprendí
por qué afirman que fueron forjados por su eterno padre—. Fuimos
escoltados hasta la entrada de aquellas ruinas élficas.
Antes de continuar cabe destacar que
un grupo de insensatos y miembros del gremio había entrado poco
tiempo antes que nosotros, era evidente que nuestra misión ahora no
solo era de exploración, sino de rescate.
Enardecidos por la situación,
descendimos al interior de aquel pérfido lugar, donde no tardamos en
encontrar los restos del primer grupo; todos muertos de formas que
buscaban una satisfacción personal en su asesino. Finalmente,
encontramos a una mujer. Como es sensato, la sometimos a un estudio
mágico, el cual reveló que estaba afectada por un hechizo de
transmutación —ya en este instante el Scalda, el Sarraceno y yo
vimos que aquello debía tratarse de una trampa—. Pero el Elegido,
privado de la sabiduría de su patrón, decidió sacarla de aquel
lugar confiándola a Vultan.
Gastamos un buen tiempo en explorar el
resto del lugar: un pasillo cubierto por saeteras mágicas nos obligó
a arrastrarnos para salvar su fuego; tras ese atolladero, una sala
circular contenía un amplificador mágico, arcano, que conectaba con
un portal desconectado en ese momento. En la sala circular dimos con
una puerta oculta que los brazos del Bravo abrieron a golpe de pico.
Lo que nos deparaba la cámara
inferior marcaría los días venideros. Allí, dormida en una cama
con dosel, estaba la verdadera mujer —y no la que poco antes había
liberado el Elegido—. Apurando el paso corrimos a prevenir a
Vultan, quien guiado por su buen corazón la había dejado marchar
creyéndola libre de toda sospecha. Se nos impidió el paso, debíamos
finalizar la exploración.
Las cámaras inferiores daban a un
largo pasadizo que culminaba en una capilla en honor a Pelor cubierta
por las más fuertes custodias. Tras sus puertas se encontraban las
Tierras Muertas, un lugar realmente lúgubre. Volvimos a cerrar las
puertas y nos aseguramos de afianzarlas lo mejor que pudimos.
Como es de suponer, unas ruinas
élficas siempre guardan una sorpresa —por lo general,
desagradable—. Allí, una cámara de tortura se mostraba ante
nosotros; dos de sus habitantes habían mal vivido hasta el punto de
perder la cordura y convertirse en menos que la sombra de dos
hombres.
El debate ético parecía claro; en
ese estado lo más digno era darles la muerte, pero el Bravo, de
malos modos y amenazando con dársela a quien les hiciera daño, los
sacó de allí —es evidente que la razón no lo acompaña para
cometer semejante despropósito—. Poco quedaba para que entendiese
por qué el Ausente era acusado de herejía.
Los regios enanos nos permitieron la
salida. Mientras informábamos a Vultan de los hechos, el Ausente
tuvo la osadía de faltarle al respeto en al menos dos ocasiones y de
desoír las sabias palabras con las que nos aconsejaba.
Aquí el grupo se dividió en dos: el
Bravo, el Ausente y el Sarraceno fueron a buscar un lugar donde
cuidarían de los dementes —válgame esa cruel piedad como ejemplo
de su insensatez, privarlos de una muerte digna para dejar que
padezcan los males de Loki hasta el fin de sus días—; el resto
del grupo, más dispuestos a lidiar con los temas urgentes, fuimos
tras el rastro de la criatura que fue liberada por el Elegido.
Como es evidente, alguien capaz de
cambiar su aspecto a voluntad no había dejado rastro alguno en
Highorn, así que sin perder más tiempo tomamos el único camino del
lugar tratando de darle alcance.
De nuevo la ardiente sangre del
Elegido lo volvió impulsivo, arrancó al trote y se perdió frente a
nosotros. Horas más tarde lo encontramos mal herido e inconsciente
—a un ojo poco versado en la cultura de Orenheim se le escaparían
las evidencias que allí vi— rodeado de los cadáveres de tres
lobos. Usé las artes que me concede el gran Tyr para sanarlo.
Es evidente que Fenris estaba decidido
a truncar la sagrada misión encomendada al Elegido y que Odin, como
gran padre, había concedido la victoria a su ungido; pero no sin
dejarle un recuerdo de que debía ser más cauto en el futuro.
Nota: La idea original, así como los personajes que no son Arem no me pertenecen. Esto la adaptación de una partida de rol.
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