—Cristal, acero,
hormigón y luces de neón. Así nos ha tocado vivir, no hace tanto
que todo estaba más disperso, menos aglutinado.
—No creo que sea el
momento de un discurso sobre lo alienados que estamos —el joven
sargento daba un último vistazo al dossier de la misión.
—Con tu edad no
operábamos en los cascos urbanos, han sido diez largos años —la
mayor comprobó de nuevo su equipo—. Revisa siempre dos veces el
material.
—Ya lo sé, vamos a
necesitar unos limpiaparabrisas en las gafas, esos viejos centros
comerciales están llenos de goteras y ha llovido por la mañana
—bromeó operario de pelo rubio.
—La gafas tienen una
película que hace que el agua se deslice rápidamente —le corrigió
el operario moreno.
—Dejadlo, estamos
llegando —la mayor amartilló su arma.
El transporte se detuvo
tras el cordón policial y la escuadra se desplegó. Entraron por un
punto ciego de las viejas cámaras de seguridad y avanzaron en sigilo
por los pasillos abandonados del centro comercial. En lo que había
sido una tienda de muebles, los terroristas —o supuestos
terroristas, hacía tiempo que esa diferencia no era importante—
habían echo su acuartelamiento y retenido allí a los rehenes.
—Recordad, ráfagas
cortas y controladas — dijo la mayor antes de llevar su dedo al
gatillo—. ¡Asaltad!
El tiroteo duró unos
pocos segundos y la operación algo menos de veinte minutos, la mayor
parte de ellos caminando por los pasillos desiertos, llenos de
suciedad y goteras. Volvieron a su transporte dejando cadáveres e
inocentes confusos aún atemorizados por sus secuestradores.
—Cristal, acero,
hormigón y luces de neón. Así nos ha tocado vivir, teniendo las
llaves del paraíso y prefiriendo usarlo de estercolero. No hace
mucho, la gente creía que la tecnología nos salvaría.
—Hoy nos ha protegido,
mayor.
—¿Tú crees, sargento?
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