martes, 10 de marzo de 2015

Diario de aventura

            Yo, Arem Holf, me comprometo a que todo lo narrado aquí es veraz y, si algo falta a ello, es porque he sido víctima de un engaño o mala interpretación de los sucesos.


Décima jornada

            Tras la dura refriega en la ciudad de los portales — a la que llamaré Cuatropuertas por comodidad, pues no sabemos si tiene nombre siquiera— y entregar el informe pertinente en el gremio solicitaron mi ayuda como escolta de los que iban a estudiar los portales. Argumentaban que mi sintonía divina y mi experiencia en el lugar serían de gran ayuda o, en común: mandamos a nuestros expertos, por favor, atrae la protección de Tyr sobre ellos. Pasé bastante tiempo allí, un lugar muy aburrido, por lo que me hice con un tablero y unas cuantas fichas que me prestaron en la taberna donde suelo ir a beber con mis compañeros de viaje. Supuse que Eonus también estaría algo aburrido; era realmente un oponente magnifico, aunque él no podía dar efectos visuales y sonoros a la lucha entre alfiles, caballos, torres... —en principio puede parecer una forma un tanto irresponsable de usar la magia, pero en realidad es un truco muy simple que poco más puede hacer y Tyr me lo ha concedido por algún motivo—.

            Así que cuando mis compañeros regresaron de explorar las últimas ruinas élficas conocidas y vimos una oferta de trabajo me lancé encantado, aunque nuevamente tuviese que arreglar los problemas de Pelor y su iglesia. El invierno había caído sobre nosotros y la “abadía de la luz del alba” —que suele verse a días de distancia independientemente del clima— se había perdido entre las ventiscas de nieve. La abadía está construída entorno al lugar donde el mayor paladín de Pelor ascendió a los cielos dejando un pilar de luz permanente; además, es donde se produce la mejor cerveza de las Highlands. Uno calienta el alma de los fieles de Pelor y el otro los corazones del resto.

            El viaje hasta la abadía fue más duro de lo esperado y uno de mis compañeros fue atenazado por el helor —Thrym asediaba aquel lugar con vientos helados como su corazón y aullidos ululantes—, así que nos vimos obligados a forzar la marcha para alcanzar el calor de la abadía antes de que el frío se cobrase su peaje. El esfuerzo mereció la pena y en cuanto alcanzamos el lugar el clima se relajó de forma brusca. Los buenos monjes de Pelor nos dieron cobijo y alimento —creo que Crufiwuë debería ser invitado a toda clase de comidas, nunca vi a nadie tan agradecido con un plato caliente—. Tras entrar en calor comenzamos a examinar el lugar en busca de indicios que revelasen por qué aquella luz había perdido potencia.

            Una exploración meticulosa y los redaños de Brakar —el cual se descolgó por una pared prácticamente lisa— nos llevó a encontrar los sótanos de la abadía donde descubrimos la armadura del famoso paladín Eoros, el primero y más grande de los ungidos de Pelor y al cual se le atribuye la luz que emana de la abadía. También encontramos indicios de que la relación sentimental que mantuvo Eoros con una supuesta elfa llamada Karma podría haberse visto truncada por la intervención de terceros.

            Tras localizar una entrada más segura a esos sótanos comenzamos a explorarlos. Allí, atrapada en un sueño mágico, nos encontramos con Karma, una hechicera elfa de furibundo temperamento a la cual nos fue difícil tranquilizar; evitando finalmente un combate del que no creo que pudiésemos salir airosos. Como ya sospechábamos, y Karma nos confirmó, se trataba de un dragón despertándose. Salimos de aquel lugar arrastrados por una corriente de aire que la propia Karma invocó y en la parte superior nos preparamos para lo que se aproximaba.

            Por fortuna, unos recios enanos que cazaban quimeras se nos unieron en la lucha. Uno de los sacerdotes, el cual nos había encerrado con Karma —seguramente con la esperanza de que nos eliminásemos entre nosotros— era, en realidad, un siervo de Tiamat que se aseguró de desaparecer hasta que el dragón hizo acto de presencia. Era una criatura espléndida, sus escamas blancas recordaban a la nieve más pura y sus rugidos a un alud. Cuando se dispuso a recoger al siervo de Tiamat, Crufiwuë, disparó dos precisas flechas a una distancia inaudita derramando así la primera sangre.

            El dragón no tardó en sacar provecho de su vuelo y de su aliento. Con la primera pasada dio muerte a uno de los cazadores de quimeras, pero el otro lo alcanzó con un arpón, evitando su próxima arremetida. Con él en el suelo nos lanzamos para acabar con su vida. Como es evidente, la furia de aquella criatura paralizaba de miedo a quien careciese de valor, pero para su desgracia si algo sobra a los protegidos por Tyr es el valor y la determinación —por no mencionar que en aquel momento Tyr me permitió invocar su bendición sobre las armas de mis aliados—.

            El primero en caer fue el sacerdote de Tiamat, y de no ser por la sanación mágica que me ha sido concedida el siguiente habría sido Crufiwuë. Mantenerlo con vida me valió unas buenas heridas que ahora lucen como cicatrices. Mientras soportábamos los envites del dragón, Brakar logró atravesar las gruesas escamas de la bestia poniéndola en fuga. Nuevamente, con la ayuda de los arpones y la bendición de Tyr, lo mantuvimos en el suelo. Como empezó acabó; Crufiwuë, el cazador de dragones, remató a la criatura alojando una flecha en sus sesos.


            Tras la muerte del dragón y asegurarme de que la victoria era dedicada al poderoso Tyr —el cual espero vea con orgullo el buen uso que hacemos de su protección— nos hicimos unos colgantes con su dientes, Crufiwuë, una armadura con sus escamas y yo una vaina para el acero que en algún momento espero llegar a encantar con la voluntad de lucha del Dios Manco.