viernes, 28 de noviembre de 2014

Esparcimiento

           Se ajustó los vaqueros, anudó sus botas y salió del vestuario. Si nada se lo impedía dejaría de ser la mayor en unos metros para ser simplemente Isabel, Isa —Isis, mote que la perseguía desde el colegio—. Bajó por las escaleras mientras notaba cómo el pelo le goteaba sobre los hombros; apenas se lo había secado, solo quería irse a casa y tirarse en su sofá con un buen libro.

           Al pie de las escaleras el sargento la para con ganas de terminar el debate filosófico que surgió durante la misión. Isa mira a la puerta resignada; es justo, no merece la pena crear una tirantez por algo que ella misma empezó. Cuando terminan hunde sus dedos en su pelo seco y vuelve a encaminarse a la salida.

           Ya puede notar el aire fresco que entra por la puerta sin cerrar. Pisa los largos rectángulos que dibuja el sol en el suelo y se imagina el alivio de aquel blando, caliente y acogedor mueble. Quizás podría pedir unas pizzas, llamar a alguien y charlar hasta bien entrada la noche; o, simplemente, hacerse un ovillo con una manta y dormirse viendo series.

           Uno de los operarios a sus ordenes la detuvo; la requerían para terminar un tema de papeleo. Con el umbral de la puerta en la punta de sus dedos se giró y fue a terminar lo que se le pedía. Sin ya muchas ganas terminó de teclear el informe y lo envió. Se llevó a los labios el café que le trajo su subordinado, pero se había enfriado.

           Era noche cerrada; casi arrastrando los pies llegó a la puerta que se había cerrado. Con mirada furibunda buscó a quien estuviese de guardia.

           —Mi mayor —la llamó el sargento.
           —¿Qué? —masculló.

           —¿Unas pizzas?  

viernes, 7 de noviembre de 2014

Acordes de acero

           Las horas del día habían transcurrido lentas arrastrando un sol de justicia por el público, quemándolos y deshidratándolos. Luego la noche se prolongó entre extensos retrasos, pero ellos, incombustibles, seguían de pie, coreando los nombres de quien tocaba, en una lealtad que partía el alma cuando se defraudaba.

           Era nuestra hora, caminamos sobre las tablas del escenario. Un mar de sudor y cansancio llenó nuestras fosas nasales. Aquella gente no sólo había pagado la entrada, si no que se entregaba a la música.

           Por un momento noté como mi viejo amigo, el nudo de cada concierto, me deseaba buena suerte.

           Deslicé mis dedos por la madera del mástil, todas las horas de ensayos se redujeron a un chispazo en mi nuca que afloró una sonrisa estúpida en mi rostro.

           Preparé la púa y mis yemas aprisionaron el acero tensado que comenzó a vibrar a mi mando. El público respondió con un rugido atronador y las luces desataron los rayos de aquella tormenta.

           Mi mente se centró en la cascada de notas, eran fuego que prendió mi alma una noche más y fue arrebatándome la sensibilidad del cuerpo.

           Sólo había lugar para otra muestra de pasión, el fuego se tornó en hielo que enmudeció a la jauría, pero ya no podía parar, sólo tenía tiempo para otro compás, otro recuerdo hecho música. Lo dejé salir todo hasta que el agotamiento hizo mella en mí.

           Abrí los ojos que me picaron por el sudor que me corría por la cara, y un millar de miradas bramó mi nombre.

           Alcé el puño y dejé caer mi cabeza. Me sentía como un campeón que lograba su ansiada victoria.

           Por un instante fui un dios.