Se ajustó los vaqueros, anudó sus
botas y salió del vestuario. Si nada se lo impedía dejaría de ser
la mayor en unos metros para ser simplemente Isabel, Isa —Isis,
mote que la perseguía desde el colegio—. Bajó por las escaleras
mientras notaba cómo el pelo le goteaba sobre los hombros; apenas se
lo había secado, solo quería irse a casa y tirarse en su sofá con
un buen libro.
Al pie de las escaleras el sargento la
para con ganas de terminar el debate filosófico que surgió durante
la misión. Isa mira a la puerta resignada; es justo, no merece la
pena crear una tirantez por algo que ella misma empezó. Cuando
terminan hunde sus dedos en su pelo seco y vuelve a encaminarse a la
salida.
Ya puede notar el aire fresco que
entra por la puerta sin cerrar. Pisa los largos rectángulos que
dibuja el sol en el suelo y se imagina el alivio de aquel blando,
caliente y acogedor mueble. Quizás podría pedir unas pizzas, llamar
a alguien y charlar hasta bien entrada la noche; o, simplemente,
hacerse un ovillo con una manta y dormirse viendo series.
Uno de los operarios a sus ordenes la
detuvo; la requerían para terminar un tema de papeleo. Con el umbral
de la puerta en la punta de sus dedos se giró y fue a terminar lo
que se le pedía. Sin ya muchas ganas terminó de teclear el informe
y lo envió. Se llevó a los labios el café que le trajo su
subordinado, pero se había enfriado.
Era noche cerrada; casi arrastrando
los pies llegó a la puerta que se había cerrado. Con mirada
furibunda buscó a quien estuviese de guardia.
—Mi mayor —la llamó el sargento.
—¿Qué? —masculló.
—¿Unas pizzas?
No hay comentarios:
Publicar un comentario