Era
nuestra hora, caminamos sobre las tablas del escenario. Un mar de
sudor y cansancio llenó nuestras fosas nasales. Aquella gente no
sólo había pagado la entrada, si no que se entregaba a la música.
Por
un momento noté como mi viejo amigo, el nudo de cada concierto, me
deseaba buena suerte.
Deslicé
mis dedos por la madera del mástil, todas las horas de ensayos se
redujeron a un chispazo en mi nuca que afloró una sonrisa estúpida
en mi rostro.
Preparé
la púa y mis yemas aprisionaron el acero tensado que comenzó a
vibrar a mi mando. El público respondió con un rugido atronador y
las luces desataron los rayos de aquella tormenta.
Mi
mente se centró en la cascada de notas, eran fuego que prendió mi
alma una noche más y fue arrebatándome la sensibilidad del cuerpo.
Sólo
había lugar para otra muestra de pasión, el fuego se tornó en
hielo que enmudeció a la jauría, pero ya no podía parar, sólo
tenía tiempo para otro compás, otro recuerdo hecho música. Lo dejé
salir todo hasta que el agotamiento hizo mella en mí.
Abrí
los ojos que me picaron por el sudor que me corría por la cara, y un
millar de miradas bramó mi nombre.
Alcé
el puño y dejé caer mi cabeza. Me sentía como un campeón que
lograba su ansiada victoria.
Por
un instante fui un dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario