jueves, 28 de agosto de 2014

Aceros

            —En esta tesitura hay dos opciones: apartarse o bien hundir el arma hasta la guarda.

            Javier miró distraídamente a su amigo Gabriel, obnubilado por las explicaciones del profesor de esgrima, quien era más bien rollizo, enérgico y algo perezoso; italiano a juzgar por el acento, sus lecciones eran metódicas y precisas. Javier veía algo escalofriante en la ligereza con la que los instruían para acabar con la vida.

            Gabriel dio un paso adelante cuando comenzó la ronda de preguntas, pues dudaba de que el hacer entrar la hoja entera acelerase la muerte del contrincante. —Tenía sentido, más de un palmo es suficiente si se coloca bien; usar el arma entera puede complicar mucho el recuperarla si hay alguien reclamando tu sangre —razonó Javier.

            Los dos hombres salieron de la clase magistral comentando el uso, a su entender abusivo, de una guardia más baja y no una más recta. Concluyeron que debía producirse por la diferente fisonomía de las armas; la guardia en 90º necesitaba de una cazoleta para proteger la mano del arma, pero el beneficio era evidente, ya que tendrían el mejor alcance y una gran defensa.

            La pareja bajó por la calle y dobló una esquina, habían descubierto —no hacía mucho— una tasca con buen vino; saludaron a los parroquianos y tomaron asiento; estaban sedientos tras el ejercicio en pleno mes de julio. Madrid estaba en un año caluroso y los amigos bromeaban con que podían ver cómo se derretía poco a poco, de la misma forma que un cirio durante la celebración de los santos misterios.

            El vino no tardó en aparecer sobre la mesa, la bodega estaba sorprendentemente fresca y, por tanto, lo que allí se guardaba; la jarra estaba cubierta por las gotas de condensación dado el bochorno que se respiraba en la capital. Frente a la idea de refrescarse el gaznate dejaron de lado el debate sobre espadas.

            Tras un largo trago Javier volvió a sudar, era evidente que la sed no era imaginación suya; se secó la frente con un pañuelo y comenzó a tratar el tema desde otro punto de vista: la estética. Mantenía que un arma llamada ropera debería ser hermosa como como cualquier otra prenda de vestir; y en eso las espadas de lazada eran muy superiores a las de cazoleta.

            Gabriel encontró aquello muy razonable, así que asintió con la cabeza y prosiguió con su copa hasta dejar en ella su sed; luego cambió de tema a otros asuntos domésticos, como qué pensaba regalarle a su hijo cuando volviese de Flandes tras el asedio de Breda. Gabriel quería al hijo de Javier casi como propio y esperaba poder comprometerlo con su hija.

            Su amigo estaba orgulloso del éxito de su hijo, pero no sabía qué regalarle a su regreso. En ese momento, los amigos se miraron y exclamaron:

            —¡Pardiez! Una hermosa espada de lazada, para una hermosa victoria.

            Sin más pagaron y fueron a ver a un gran herrero que había de vender un buen acero.

jueves, 21 de agosto de 2014

Soberbia

            Primero abro un ojo; no veo nada interesante, así que dormiré un poco más.

            Me despierto para bostezar ostentosamente, estiro todo mi cuerpo y retozo entre los cojines de mi lecho. No sé qué momento del día es, pero tengo hambre; ¿dónde estará mi esclavo?

            Salto de la cama y camino por el pasillo en silencio, me asomo a la ventana y dejo que pase el tiempo; la verdad es que el Sol es muy agradable, voy a tumbarme un rato.

            Salgo al jardín qué bien se está aquí— y me estiro al Sol mientras veo pasar las máquinas de los esclavos. ¿No pueden ser algo más silenciosos? Normal que sean tan torpes para todo; es evidente el por qué siempre hay que estar detrás de ellos para que hagan bien las cosas. Incluso castigarlos físicamente cuando se ponen pesados es necesario; ¿no se dan cuenta de que no quiero que me masajeen todo el tiempo?

            Entro nuevamente en la casa. Otra vez han dejado el agua cenagosa, tendré que beber del grifo. Si lo hicieran bien... no sé por qué les parece tan mal.

            El loco de mi vecino da voces a la máquina del esclavo, es tan ruidoso... Nunca se entiende una palabra de lo que dice; parece que habla al revés y, además, es estúpido.

            Acabo por salir para ver qué sucede. ¡Mi esclavo está tendido en el suelo! Lo huelo, le doy golpecitos con la cabeza, lo lamo y me subo sobre él; incluso lo muerdo. Trato de comunicarle al perro que busque a su esclavo, pero no comprende mis maullidos.

            Alertado por el alboroto acaba por aparecer; ese mono sin pelo salta la valla y corre a auxiliar a mi humano.


            —¡No te mueras, esclavo! —le grito—. ¡Eres mi mejor amigo! ¡No, por favor!

jueves, 14 de agosto de 2014

Cortina de humo

            Aprieto mi R4 contra el pecho y dejo que mis manos cambien el cargador, mi mente está analizando la situación. Estoy a unos tres pisos de altura sobre el canal, lo sé por el olor y porque puedo oír el zumbido de los neones. Hay un puente cada cien metros y todas las barandas son de hormigón. Mi objetivo se encuentra en la otra orilla, es el ultimo de mis blancos, cuando lo tengamos la recompensa será muy jugosa y me iré de vacaciones. Somos dos, así que solo tengo que rodearlo; espero que se rinda.

            La voz del Sr Cangrejo me devuelve a la realidad; el humo de los respiraderos de este monstruoso bloque urbano se alza rodeando el pútrido canal, apenas hay una bombilla que funcione sin titilar y la luz de los neones tinta todo de colores eléctricos.

            Le indico por gestos que voy a rodear al tirador, quien cada poco tiempo asoma su arma y descarga dos disparos. Es un sub-fusil compacto, seguramente una MP7 por la cantidad de balas que dispara sin tener que recargar.

            Me encorvo y camino con la cabeza agachada. El puente al que me dirijo no está lejos pero el sudor bajo las protecciones me irrita la piel y apurar el paso tan encorvado resulta desagradable; no importa, me voy a pasar una semana en un lugar agradable bebiendo cosas sabrosas y tomando el sol.

            Finalmente, alcanzo el puente. Aminoro, controlo mi respiración, me llevo el arma al hombro y antes de disponerme a girar la esquina meto el dedo en el gatillo.


            Para mi sorpresa, lo que veo es un pequeño brazo mecánico que, a intervalos irregulares, descarga el arma. Escucho a mi espalda un arma silenciada; luego, una punzada en el cuello y pierdo el conocimiento.

jueves, 7 de agosto de 2014

Acatriel

            La verdad es que siempre he tenido un problema con eso de introducirme. Hacerlo por escrito no iba a ser una excepción, pero supongo que puedo empezar por mi nombre y luego ir hilando. Sí, parece lo más adecuado, aunque la disconformidad del lector es algo de lo que tendré noticia demasiado tarde.

            Mi nombre es Acatriel, mi familia vivía cerca de la ciudad amurallada de Cartener, pero hace mucho tiempo que tuvieron que marcharse de allí porque las huestes no muertas y, posteriormente, de demonios tuvieron a bien elegir ese emplazamiento para resolver su lid. Un mal lugar para vivir; el destino es peor que un sátiro y no desperdicia ocasión para reírse de uno.

            Cuenta mi madre que mi abuela siempre hablaba de un heroico paladín llamado sir Artimer que la había rescatado de las garras de un terrible demonio —Flamegal, creo que se llamaba— aunque ya era tarde y había sido violada por esa criatura. Poco después descubrió que estaba encinta del demonio, sola, ya que sir Artimer permaneció en Cartener luchando por su cuenta. Fue rechazada por sus antiguos vecinos y acabó dando a luz al que seria mi padre.

            Pese a los esfuerzos de mi abuela, el mal inherente en la sangre de mi padre lo llevó por un camino de crueldad; aprendió brujería y, junto a criaturas tan viles como él, comenzó a recorrer el mundo dejando una estela de sufrimiento. Mi abuela, que conocía los horrores del Abismo de primera mano, le iba a la zaga tratando de enmendar los daños causados.

            Todo pareció enderezarse cuando mi padre se enamoró de mi madre, dejó a un lado sus tropelías y comenzó a cortejarla. Vivieron años de cierta felicidad, pero el corazón de mi padre estaba forjado en las tinieblas y eso fue desgastando la relación. Trataron de arreglarlo teniendo una hija, mi hermana, que al nacer con sangre demoníaca los temores de los pueblerinos los llevaron a secuestrarla siendo ella un bebé. Cuando mi padre fue tras ellos, se produjo una trifulca donde dieron muerte a mi padre y, por accidente, a mi hermana.

            Para ese entonces, mi madre estaba encinta aunque no lo sabía. Fue rescatada por mi abuela antes de que la turba enfurecida prendiese fuego a su casa. Viajaron durante meses hasta el excéntrico reino no-muerto de Sabiul, donde mi aspecto no fuese a causarme problemas tan graves.

            Mi abuela, tras años viajando tras su hijo y ahora teniendo la calma de que su nieto estaría bien, se consumió rápidamente hasta morir en calma. Por su parte mi madre, que siempre tuvo facilidad para las lenguas, encontró trabajo en la casa de un lich llamado Oswaldo. Muchos de sus iguales se mofaban de él; era conocido como “el lich arrepentido” y su amor por los gatos no mejoraba la situación, que él ignoraba plácidamente.

            Oswaldo se convirtió en lich por amor para poder vivir junto a su enamorada eternamente, pero esta no solo no quiso acompañarlo, sino que lo rechazó. Es por eso que en parte se arrepiente de su decisión; quizás como resultado por su estado de no-muerto, quizás por ser un sentimental, nunca se repuso del golpe y, salvo por sus gatos, no deja que muchos se le acerquen.

            Mi madre trabaja como traductora de diferentes libros y textos, que Oswaldo —por dejadez— prefiere no traducir por sí mismo; también hace las funciones de secretaria llevando el inventario de su estudio y aceptando o rechazando los diferentes encargos de objetos mágicos o pergaminos.

            Desde que nací, Oswaldo siempre me ha tratado como a otra de sus mascotas, mostrando poco interés más allá que lanzarme una pelota para jugar conmigo; sí, como a sus gatos. Puede que crecer así sea la causa de que los gatos callejeros siempre se muestren solícitos a que los acaricie o, como mis cuernos, sea por mi herencia abisal; la verdad es que no me importa. El caso es que, según fui acercándome a la edad adulta, mostré una facilidad similar a la de mi madre para aprender idiomas y, sin un motivo claro, para el infernal.

            Así que, por lo de ahora, además de copista he sido el chico de los recados hasta los catorce; ahí descubrí mi primer gran amor, el acero. Me compré mi primera espada ahorrando duramente y entrené hasta desgastarla. Con el tiempo descubrí mi segundo gran amor, las mujeres, que entre rechazos me llevaron a mi tercer gran amor, la cerveza.

            Y entre ellos vivo; mis amores me meten en líos y mis amores me sacan de ellos. Ahora he decidido que voy a escribir un libro de aventuras en tono autobiográfico, donde los trepidantes duelos a espada den paso a alegres noches de amistad y, con fortuna, a alguna noche de pasión en alcobas de hermosas doncellas.