La verdad es que siempre
he tenido un problema con eso de introducirme. Hacerlo por escrito no
iba a ser una excepción, pero supongo que puedo empezar por mi
nombre y luego ir hilando. Sí, parece lo más adecuado, aunque la
disconformidad del lector es algo de lo que tendré noticia demasiado
tarde.
Mi nombre es Acatriel, mi
familia vivía cerca de la ciudad amurallada de Cartener, pero hace
mucho tiempo que tuvieron que marcharse de allí porque las huestes
no muertas y, posteriormente, de demonios tuvieron a bien elegir ese
emplazamiento para resolver su lid. Un mal lugar para vivir; el
destino es peor que un sátiro y no desperdicia ocasión para reírse
de uno.
Cuenta mi madre que mi
abuela siempre hablaba de un heroico paladín llamado sir Artimer que
la había rescatado de las garras de un terrible demonio —Flamegal,
creo que se llamaba— aunque ya era tarde y había sido violada por
esa criatura. Poco después descubrió que estaba encinta del
demonio, sola, ya que sir Artimer permaneció en Cartener luchando
por su cuenta. Fue rechazada por sus antiguos vecinos y acabó dando
a luz al que seria mi padre.
Pese a los esfuerzos de
mi abuela, el mal inherente en la sangre de mi padre lo llevó por un
camino de crueldad; aprendió brujería y, junto a criaturas tan
viles como él, comenzó a recorrer el mundo dejando una estela de
sufrimiento. Mi abuela, que conocía los horrores del Abismo de
primera mano, le iba a la zaga tratando de enmendar los daños
causados.
Todo pareció enderezarse
cuando mi padre se enamoró de mi madre, dejó a un lado sus
tropelías y comenzó a cortejarla. Vivieron años de cierta
felicidad, pero el corazón de mi padre estaba forjado en las
tinieblas y eso fue desgastando la relación. Trataron de arreglarlo
teniendo una hija, mi hermana, que al nacer con sangre demoníaca los
temores de los pueblerinos los llevaron a secuestrarla siendo ella un
bebé. Cuando mi padre fue tras ellos, se produjo una trifulca donde
dieron muerte a mi padre y, por accidente, a mi hermana.
Para ese entonces, mi
madre estaba encinta aunque no lo sabía. Fue rescatada por mi abuela
antes de que la turba enfurecida prendiese fuego a su casa. Viajaron
durante meses hasta el excéntrico reino no-muerto de Sabiul, donde
mi aspecto no fuese a causarme problemas tan graves.
Mi abuela, tras años
viajando tras su hijo y ahora teniendo la calma de que su nieto
estaría bien, se consumió rápidamente hasta morir en calma. Por su
parte mi madre, que siempre tuvo facilidad para las lenguas, encontró
trabajo en la casa de un lich llamado Oswaldo. Muchos de sus iguales
se mofaban de él; era conocido como “el lich arrepentido” y su
amor por los gatos no mejoraba la situación, que él ignoraba
plácidamente.
Oswaldo se convirtió en
lich por amor para poder vivir junto a su enamorada eternamente,
pero esta no solo no quiso acompañarlo, sino que lo rechazó. Es por
eso que en parte se arrepiente de su decisión; quizás como
resultado por su estado de no-muerto, quizás por ser un sentimental,
nunca se repuso del golpe y, salvo por sus gatos, no deja que muchos
se le acerquen.
Mi madre trabaja como
traductora de diferentes libros y textos, que Oswaldo —por dejadez—
prefiere no traducir por sí mismo; también hace las funciones de
secretaria llevando el inventario de su estudio y aceptando o
rechazando los diferentes encargos de objetos mágicos o pergaminos.
Desde que nací, Oswaldo
siempre me ha tratado como a otra de sus mascotas, mostrando poco
interés más allá que lanzarme una pelota para jugar conmigo; sí,
como a sus gatos. Puede que crecer así sea la causa de que los gatos
callejeros siempre se muestren solícitos a que los acaricie o, como
mis cuernos, sea por mi herencia abisal; la verdad es que no me
importa. El caso es que, según fui acercándome a la edad adulta,
mostré una facilidad similar a la de mi madre para aprender idiomas
y, sin un motivo claro, para el infernal.
Así que, por lo de
ahora, además de copista he sido el chico de los recados hasta los
catorce; ahí descubrí mi primer gran amor, el acero. Me compré mi
primera espada ahorrando duramente y entrené hasta desgastarla. Con
el tiempo descubrí mi segundo gran amor, las mujeres, que entre
rechazos me llevaron a mi tercer gran amor, la cerveza.
Y entre ellos vivo; mis
amores me meten en líos y mis amores me sacan de ellos. Ahora he
decidido que voy a escribir un libro de aventuras en tono
autobiográfico, donde los trepidantes duelos a espada den paso a
alegres noches de amistad y, con fortuna, a alguna noche de pasión
en alcobas de hermosas doncellas.
Flamegal, creo que lo conozco de algo...
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