sábado, 13 de noviembre de 2010

Metajuego

            La cueva se abría fría y oscura frente al grupo.

            —Puedo entender que en su demencia adoren a dioses malignos, invoquen demonios y levanten zombis... pero ¿Por qué siempre elijen sitios así para montar sus cultos? —preguntó el hombre rubio.
            —¿En serio te parece más razonable vender tu alma a un ser hecho de pura maldad que vivir en una cueva inhóspita? —contestó el cuarentón.
            —La verdad es que, como escondite, es el clásico sitio que mirarían primero los buenos... como vos… nosotros —intervino el embozado.
            —Creo que el chico tiene razón, siempre buscan estos lugares... y lo peor es que siempre están llenos de bichos que huelen mal —añadió la mujer hermosa.
            —Sectarios... espero que, como de costumbre, tengan todos sus bienes encima, así podré comprarme una taberna donde emborracharme tranquilo —sentenció el hombre musculoso.

            El grupo entró, repartió unos mamporros, detuvo el ritual en el último momento y salió de la cueva cargado con un montón de trastos que brillaban.

            —Hoy los dioses nos acompañan —enunció feliz la mujer hermosa.
            —Nos apoyan porque nuestra causa es justa —sentenció el rubio.
            —Lo que nunca entenderé es porque con ese par de placas vas tan protegida como el... —intervino el embozado señalando a la mujer y al rubio—. Y yo tengo que desplegar mi destreza felina para que no me alcancen.
            —Creo que la solución al dilema esta en el fondo de un barril... vamos, hoy las meretrices las paga tu compañero —dijo el musculoso mientras empujaba al embozado.
            —Tranquilos... yo estudiaré que hacen esos objetos, como no tengo genitales... —bramó enfurecido el cuarentón.
            —Y, ¿que hay del amor? —preguntaron desasosegados la mujer y el rubio.
            —Pagaré las meretrices para lo tres. No hay problema —afirmó el embozado.
            —No sé como lo haces, pero siempre estás boyante —dijo intrigado el cuarentón.
            —Es que, pese a lo evidente, no me importa. Vamos a beber y fornicar, anda —sentenció el musculoso.

            Los aventureros dilapidaron su tesoro en putas y alcohol. Mientras estaban resacosos, los virtuosos los encomendaron en la siguiente aventura... algo de una cueva, un dragón y una princesa...

            —Y esta vez nada de meterle mano a la doncella —reprendió el rubio al musculoso.
            —Claro, como tú no eres el que acaba apresado en las mandíbulas del dragón... —repuso el musculoso.
            —¿Donde está el chico? —intervino la mujer hermosa.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

369

            Deslizó sus pálidos dedos por sus labios perfectos, negros como la noche. Arrastrando las uñas lentamente, también negras y levemente largas. Frotó sus dedos con el pulgar mientras con sus hermosos ojos negros miraba atento el gesto. Devolvió la mirada a su interlocutor y esbozó una sonrisa perversa.
            —Crees que me tienes, pero sigo siendo más listo que tú.
 
            Separó los labios mostrando las perlas que formaban su dentadura, casi brillaban con la abundante luz de la estancia. Humedeció su labio superior lentamente mientras entornaba los ojos.
            —¿Y que harás? Estás lejos de tu hogar, aquí no eres tan fuerte y la prisión te mantiene anclado.
            —Sigo pudiendo pensar —deslizó su mano por su larga y lisa melena para colocarla—. Hablar y lo más importante... ganar.
            —Permíteme que lo dude, nadie vendrá a rescatarte. En poco tiempo nos habremos alejado sin vuelta atrás —se concedió un sonrisa triunfal—. No demonio, hoy tu ingenio no te librará de tu destino.
            —Eso lo veremos —dijo acercando su cara a los barrotes de la jaula.

            Asimilard se sentó en el suelo apoyándose en los barrotes opuestos, apretó los nudos de sus botas, estiró los brazos aferrándose con fuerza y se puso de pie rápidamente. Comenzó a chascar los dedos marcando un ritmo rápido y a tararear una melodía que solo estaba en su cabeza.

            —No te molestes, ahí no tienes espacio.
 
            Tamiel cruzó sus brazos sobre el pecho. Era una figura imponente. Su piel, morena. Sus brazos, fuertes. Su armadura, brillante. Sus emplumadas alas lucían con una pureza sin igual. Giró sobre sus talones y observó la inmensa espesura de los bosques que se extendían a los pies de la montaña. Las marcas de la lucha que hacía poco se había desempeñado eran realmente tenues. Giró la cabeza y, con los ojos brillando de felicidad, vio la jaula abierta mientras el demonio bailoteaba de forma obscena, tomando su espada como pareja. Se volvió al instante mientras desenvainaba.

            —¿Como?
            —Bailando... y… el viento hizo volar el polvo de plata que sellaba mi celda.
            —Imposible, me asegure de que ni una gota de aire soplase.
            —La verdad es que es muy divertido —dijo tres rápidas vueltas sobre sí, terminado en pose erguida, humedeció su pulgar y luego froto un pezón de su pecho desnudo—. Así.
            —Si ni siquiera as levantado el polvo que pisas...

            Asimilard sonrió pícaramente, y entre dos de sus dedos mostró una larga pluma manchada de plata.
            —Como decía, bailando y con ayuda del viento.

            El ángel miró a su alrededor, durante la pelea había perdido algunas plumas de sus alas que, al no haber viento, permanecieron en su sitio. Por ser suyas podían cruzar el escudo mágico y usarse para borrar los símbolos que lo cerraban.

            —No importa, demonio, tendré que entregarte muerto.

            El filo de plata se envolvió en llamas de luz y cargó a por el demonio, quién colocó sus pies en guardia y la cerró con su espada envuelta en un humo gélido.
 
            Tamiel, era mucho más hábil que él con la espada, nunca podría derrotarlo en una lucha igualada y menos tan alejado de su fuente de poder. La mente de Asimilard funcionaba como un rayo mientras sus manos desviaban un sin fin de estocadas y cortes que lanzaba el incansable.

            El bastardo brincó sobre una roca alejándose de su oponente. Cerró un instante los ojos y de su espalda brotaron alas de murciélago.

            —Me lo concederás, así será más igualado.
            —Adelante, si crees que con eso tendrás alguna posibilidad.

            El demonio saltó para atrás dando una impresionante voltereta y quedó suspendido en el aire moviendo sus alas, bajó la espada y llamó al ángel con dos dedos. Éste, sin pensarlo, se impulsó hacia delante con una fuerza imparable, a la par que daba un giro con su hoja directo al cuello de su adversario quien se dobló como una serpiente mientras que con su rodilla golpeaba la ingle del ángel volviéndolo contra el suelo. Antes de estrellarse, el incansable se retorció en el aire y aterrizó frenando con los pies. Hechó una mano a tierra y se incorporó. Un rizo dorado brillaba en su frente.

            —Sabes que a diferencia de ti, ese no es un punto débil.
            —Si, pero yo tendré hijos.
            —Déjame que lo dude.

            El bastardo aleteó unos metros para ascender.

            —Acabemos con esto, santurrón.
            —No sabes cuantas ganas tengo.

            Tamiel aferró con fuerza su espada y se lanzó a la carga con un potente grito, pero se dio de bruces contra una fuerza impenetrable. Lanzó una fiera tanda de cortes para solo conseguir quebrar su filo. El incansable miró sorprendido los restos de su fiel espada mientras caían sobre el vacío. En ese momento noto como un cruel y helado acero lo atravesaba de parte a parte por la espalda.

            —¿Cómo? ¡Asimilard! —dijo sin fuerza en la voz mientras un hilo de sangre corría por sus doradas mejillas.
            —Pensando a lo grande, toda la montaña estaba encerrada en una cúpula.
            —¿Por qué, te dejaste atrapar? —mientras aferraba la hoja que salía de su pecho y una lágrima caía de sus ojos.
            —Solo fue un cebo.
            —No, no es justo... esto no debe acabar así. 
            —Tampoco nuestra existencia lo es hermano.
 
            Giró el acero en las entrañas de su sangre y lo extrajo con un gesto seco. El cadáver sin vida cayó sobre la montaña, y allí por donde la sangre pasaba la vida brotaba con fuerza, mientras en el horizonte las nubes cerraban la luz del sol dando paso a un infinito invierno.

            Asimilard tomó tierra junto a su hermano, limpió su hoja, la devolvió a su vaina y se marchó caminando. Ahora el sería el soberano.

jueves, 15 de abril de 2010

Tierra Muerta.

            —¡Brutal!
            Nítido, alto y con esa voz aguda que le caracterizaba. Gabriel giró la cabeza para mirar sobre su hombro al muchacho, apenas superaba la quincena y aparentaba menos. Medía menos del metro setenta, flaco como un saco de huesos, con un brillo de inocencia en sus ojos y la envidiable habilidad de sorprenderse por todo.
            Por su parte Gabriel era un hombre fornido, no aparentaba gozar de una buena forma física pero sí tenia un buen fondo. Hundió sus gruesos dedos en su pelo graso y negro, bajo su sombrero. Se giró y recorrió la distancia que los separaba con unos pasos. Como todo en él, sus piernas eras grandes y gruesas.
            Desde su imponente altura y con los brazos en jarras se encaró al muchacho y sonrió de lado mientras mordía una regaliz. Desde que había dejado de fumar siempre iba con una entre los dientes.

            —¿No te dije que no te bajases del coche?            —Técnicamente no lo he hecho —había salido por la ventanilla y ahora se sentaba sobre el capó del coche desvencijado.
            El hombretón se giró de nuevo dando un manotazo al aire, volvió hasta el borde del paso y apoyando una pierna sobre una barra de la barandilla se recostó con los codos en ella.
            La vista era magnifica, desde ese punto se veía el valle entero, un río lo cruzaba con un hermoso verde en sus lindes. Quedaban pocos lugares así en el mundo.
            Suspiró con fuerza cerrando los ojos para grabar en su memoria el lugar, le entristecía no poder conocer aquel mundo verde y azul del que sus abuelos le hablaban. Volvió al coche, aún tenía mucho que recorrer y todavía no habían parado para comer.