Yo,
Arem Holf, me comprometo a que todo lo narrado aquí es veraz y, si
algo falta a ello, es porque he sido víctima de un engaño o mala
interpretación de los sucesos.
Décima jornada
Tras la dura refriega en la ciudad de
los portales — a la que llamaré Cuatropuertas por comodidad, pues
no sabemos si tiene nombre siquiera— y entregar el informe
pertinente en el gremio solicitaron mi ayuda como escolta de los que
iban a estudiar los portales. Argumentaban que mi sintonía divina y
mi experiencia en el lugar serían de gran ayuda o, en común:
mandamos a nuestros expertos, por favor, atrae la protección de Tyr
sobre ellos. Pasé bastante tiempo allí, un lugar muy aburrido, por
lo que me hice con un tablero y unas cuantas fichas que me prestaron
en la taberna donde suelo ir a beber con mis compañeros de viaje.
Supuse que Eonus también estaría algo aburrido; era realmente un
oponente magnifico, aunque él no podía dar efectos visuales y
sonoros a la lucha entre alfiles, caballos, torres... —en principio
puede parecer una forma un tanto irresponsable de usar la magia, pero
en realidad es un truco muy simple que poco más puede hacer y Tyr me
lo ha concedido por algún motivo—.
Así que cuando mis compañeros
regresaron de explorar las últimas ruinas élficas conocidas y vimos
una oferta de trabajo me lancé encantado, aunque nuevamente tuviese
que arreglar los problemas de Pelor y su iglesia. El invierno había
caído sobre nosotros y la “abadía de la luz del alba” —que
suele verse a días de distancia independientemente del clima— se
había perdido entre las ventiscas de nieve. La abadía está
construída entorno al lugar donde el mayor paladín de Pelor
ascendió a los cielos dejando un pilar de luz permanente; además,
es donde se produce la mejor cerveza de las Highlands. Uno calienta
el alma de los fieles de Pelor y el otro los corazones del resto.
El viaje hasta la abadía fue más
duro de lo esperado y uno de mis compañeros fue atenazado por el
helor —Thrym asediaba aquel lugar con vientos helados como su
corazón y aullidos ululantes—, así que nos vimos obligados a
forzar la marcha para alcanzar el calor de la abadía antes de que el
frío se cobrase su peaje. El esfuerzo mereció la pena y en cuanto
alcanzamos el lugar el clima se relajó de forma brusca. Los buenos
monjes de Pelor nos dieron cobijo y alimento —creo que Crufiwuë
debería ser invitado a toda clase de comidas, nunca vi a nadie tan
agradecido con un plato caliente—. Tras entrar en calor comenzamos
a examinar el lugar en busca de indicios que revelasen por qué
aquella luz había perdido potencia.
Una exploración meticulosa y los
redaños de Brakar —el cual se descolgó por una pared
prácticamente lisa— nos llevó a encontrar los sótanos de la
abadía donde descubrimos la armadura del famoso paladín Eoros, el
primero y más grande de los ungidos de Pelor y al cual se le
atribuye la luz que emana de la abadía. También encontramos
indicios de que la relación sentimental que mantuvo Eoros con una
supuesta elfa llamada Karma podría haberse visto truncada por la
intervención de terceros.
Tras localizar una entrada más segura
a esos sótanos comenzamos a explorarlos. Allí, atrapada en un sueño
mágico, nos encontramos con Karma, una hechicera elfa de furibundo
temperamento a la cual nos fue difícil tranquilizar; evitando
finalmente un combate del que no creo que pudiésemos salir airosos.
Como ya sospechábamos, y Karma nos confirmó, se trataba de un
dragón despertándose. Salimos de aquel lugar arrastrados por una
corriente de aire que la propia Karma invocó y en la parte superior
nos preparamos para lo que se aproximaba.
Por fortuna, unos recios enanos que
cazaban quimeras se nos unieron en la lucha. Uno de los sacerdotes,
el cual nos había encerrado con Karma —seguramente con la
esperanza de que nos eliminásemos entre nosotros— era, en
realidad, un siervo de Tiamat que se aseguró de desaparecer hasta
que el dragón hizo acto de presencia. Era una criatura espléndida,
sus escamas blancas recordaban a la nieve más pura y sus rugidos a
un alud. Cuando se dispuso a recoger al siervo de Tiamat, Crufiwuë,
disparó dos precisas flechas a una distancia inaudita derramando así
la primera sangre.
El dragón no tardó en sacar provecho
de su vuelo y de su aliento. Con la primera pasada dio muerte a uno
de los cazadores de quimeras, pero el otro lo alcanzó con un arpón,
evitando su próxima arremetida. Con él en el suelo nos lanzamos
para acabar con su vida. Como es evidente, la furia de aquella
criatura paralizaba de miedo a quien careciese de valor, pero para su
desgracia si algo sobra a los protegidos por Tyr es el valor y la
determinación —por no mencionar que en aquel momento Tyr me
permitió invocar su bendición sobre las armas de mis aliados—.
El primero en caer fue el sacerdote de
Tiamat, y de no ser por la sanación mágica que me ha sido concedida
el siguiente habría sido Crufiwuë. Mantenerlo con vida me valió
unas buenas heridas que ahora lucen como cicatrices. Mientras
soportábamos los envites del dragón, Brakar logró atravesar las
gruesas escamas de la bestia poniéndola en fuga. Nuevamente, con la
ayuda de los arpones y la bendición de Tyr, lo mantuvimos en el
suelo. Como empezó acabó; Crufiwuë, el cazador de dragones, remató
a la criatura alojando una flecha en sus sesos.
Tras la muerte del dragón y
asegurarme de que la victoria era dedicada al poderoso Tyr —el cual
espero vea con orgullo el buen uso que hacemos de su protección—
nos hicimos unos colgantes con su dientes, Crufiwuë, una armadura
con sus escamas y yo una vaina para el acero que en algún momento
espero llegar a encantar con la voluntad de lucha del Dios Manco.
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