Los pulmones le abrasaban el pecho
debido al esfuerzo; su nariz y su boca estaban atascados por la
mezcla de polvo y humo. De no ser por la adrenalina corriendo por sus
venas se desplomaría por el cansancio, el dolor de sus heridas o
simplemente porque sus músculos se rendían.
Con un bufido ensartó a otro infante,
que se abalanzaba sobre ella, con su martillo de Lucerna. La sangre
que lo empapaba le jugó una mala pasada y el arma se fue tras el
cadáver, cayendo desde lo alto de las murallas en las que luchaba
por su vida.
Echó mano a su espada; otro de los
asaltantes terminaba de subir resoplando por el esfuerzo. Lo agarró
por la nuca y, según desenvainaba, le golpeó la nuez con el pomo de
su arma. Ahogándose en su propia sangré lo arrojó con un gesto
seco, por otra de las escalas subía otro atacante.
Ya con su hoja en las manos la alzó y
la hizo girar sobre su cabeza, con un cambio brusco de dirección
burló la guardia de su rival golpeándolo en el cuello. Luego
imprimió fuerza deslizando el filo por la carne, cortó hasta el
hueso y lo apartó de una patada; una fuente roja brotó de la
herida.
El espaldar de su armadura la salvó
de una punzada traicionera. Con una mano aferró la hoja de su arma y
con la cruz de esta lanzó a quien osaba apuñalarla. El grito de
horror precedió a los restos del cuerpo esparcidos por el suelo.
Y entonces lo vio; aquel conde que los
asediaba luchaba con sus tropas para alentarlas. Arremetió con su
acero. Desprevenido y sin escolta fue empalado de parte a parte.
Luego, la cabeza cortada del conde
aferrada entre sus dedos los puso en fuga.
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