Javier miró distraídamente a su amigo Gabriel, obnubilado por las explicaciones del profesor de esgrima, quien era más bien rollizo, enérgico y algo perezoso; italiano a juzgar por el acento, sus lecciones eran metódicas y precisas. Javier veía algo escalofriante en la ligereza con la que los instruían para acabar con la vida.
Gabriel dio un paso adelante cuando comenzó la ronda de preguntas, pues dudaba de que el hacer entrar la hoja entera acelerase la muerte del contrincante. —Tenía sentido, más de un palmo es suficiente si se coloca bien; usar el arma entera puede complicar mucho el recuperarla si hay alguien reclamando tu sangre —razonó Javier.
Los dos hombres salieron de la clase magistral comentando el uso, a su entender abusivo, de una guardia más baja y no una más recta. Concluyeron que debía producirse por la diferente fisonomía de las armas; la guardia en 90º necesitaba de una cazoleta para proteger la mano del arma, pero el beneficio era evidente, ya que tendrían el mejor alcance y una gran defensa.
La pareja bajó por la calle y dobló una esquina, habían descubierto —no hacía mucho— una tasca con buen vino; saludaron a los parroquianos y tomaron asiento; estaban sedientos tras el ejercicio en pleno mes de julio. Madrid estaba en un año caluroso y los amigos bromeaban con que podían ver cómo se derretía poco a poco, de la misma forma que un cirio durante la celebración de los santos misterios.
El vino no tardó en aparecer sobre la mesa, la bodega estaba sorprendentemente fresca y, por tanto, lo que allí se guardaba; la jarra estaba cubierta por las gotas de condensación dado el bochorno que se respiraba en la capital. Frente a la idea de refrescarse el gaznate dejaron de lado el debate sobre espadas.
Tras un largo trago Javier volvió a sudar, era evidente que la sed no era imaginación suya; se secó la frente con un pañuelo y comenzó a tratar el tema desde otro punto de vista: la estética. Mantenía que un arma llamada ropera debería ser hermosa como como cualquier otra prenda de vestir; y en eso las espadas de lazada eran muy superiores a las de cazoleta.
Gabriel encontró aquello muy razonable, así que asintió con la cabeza y prosiguió con su copa hasta dejar en ella su sed; luego cambió de tema a otros asuntos domésticos, como qué pensaba regalarle a su hijo cuando volviese de Flandes tras el asedio de Breda. Gabriel quería al hijo de Javier casi como propio y esperaba poder comprometerlo con su hija.
Su amigo estaba orgulloso del éxito de su hijo, pero no sabía qué regalarle a su regreso. En ese momento, los amigos se miraron y exclamaron:
—¡Pardiez! Una hermosa espada de lazada, para una hermosa victoria.
Sin más pagaron y fueron a ver a un gran herrero que había de vender un buen acero.