La luz se refractaba a través del
líquido ambarino para acabar proyectándose sobre la madera
cuarteada y combada de la barra. Unos dedos parsimoniosos hicieron
girar el vaso sobre su eje dibujando un circulo húmedo. Esos mismos
dedos lo elevaron por el aire hasta verter su contenido entre dos
labios pálidos; el líquido pasó calentando el paladar y enfriando
el alma. La lengua se deslizó entre los labios y los dedos
devolvieron el vaso a la barra con un empujón que borró el circulo
de la mesa y lo transformó en un trazo de caos.
Rascó la cartera, tiró sobre la
barra unas monedas que bailaron con destellos de plata y bronce.
Mientras se encaminaba a la puerta se cruzó con el camarero que se
afanaba en cargar la cesta del lavaplatos y con un gesto de la cabeza
le dijo:
—Te dejo eso encima de la mesa,
quédate el cambio —el camarero asintió y siguió a lo suyo.
Ya en la calle sacó el paquete de
tabaco, lo golpeó contra sus dedos, tomó el más prominente de los
pitillos con sus labios y cambió el paquete por el mechero. Prendió
el cigarrillo cubriendo la llama con las dos manos, dio la primera
calada y soltó el humo por la nariz, mientras guardaba el mechero.
—Ya no hacen camaretas como antes...
—se lamentó para sí.
Caminaba calle abajo quemando su salud
en bocanadas de humo y resoplando con desprecio a todo lo que veía e
interpretaba de la peor forma posible.
—Mira esos pimpollos besuconeándose
por ahí... esta juventud.
Dio una larga calada, sus pulmones se
anegaron de nicotina a lo que su cuerpo reaccionó tratando de
liberarlos con una fuerte tos. Fue el centro de atención de las
pocas personas que caminaban por la calle a esas horas, que se
olvidaron de él en cuanto se repuso con un último carraspeo. Miró
a su pitillo, lo tiró al suelo y lo pisoteó:
—Ni el tabaco es lo mismo, ¡ya no
se puede ni fumar! ¿Es que no queda nada bueno en este mundo?
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