—¿Es esto lo
que buscabas con tanta ansia? —el hombre dejó caer a sus pies el
jubón bordado en oro; su voz demostraba amargura.—. ¿Te das
cuenta de que no merece la pena? ¿Cuánta sangre vas a derramar?
—La que sea
necesaria —Sigmund mostró sus colmillos y llevó su mano
enguantada al pomo de su arma—. Ahora apártate, tengo mucho por
hacer.
—Sabes que no
puedo, solo te pido que ceses tu matanza.
—Sabes que no
puedo —Sigmund desnudó su acero.
El otro hombre
lanzó una rápida oración a su dios y con un gesto encantó su arma
con rayos. Del filo comenzaron a saltar arcos voltaicos sobre las
superficies de metal. Con dos rápidos pasos se lanzó sobre Sigmund
en un larguísimo fondo que se vio desviado por media pulgada.
—Necesitarás
algo más que eso —el vampiro sonrió de lado.
Sigmund, con un
giro de muñeca, atrapó el arma enemiga con los gavilanes de la
propia, estiró el brazo y dejó que la punta de su arma se hundiera
lentamente en el hombro de su adversario.
—Ni los rayos,
ni el honor de tu dios salvará tu vida hoy, serás mi banquete —dijo
mientras seguía clavando el acero en el herido.
Espoleado por el
dolor, el hombre jugó una baza arriesgada. Liberó su arma dejando
que ensartaran su hombro y deslizó la afilada espada sobre el pecho
de su enemigo.
—¡Crakaboooom!
—restalló el hechizo al ser descargado lanzando a los dos
contendientes por el aire.
Sigmund se
levantó con cara de resignación y dejó un hueco en su guardia,
guiñó un ojo y llamó con la mano a su rival. El hombre, herido
pero no derrotado, se lanzó a por el vampiro que simplemente dejó
que el acero lo empalase.
—Deberías
saber, que pese a que me duele, eso no me detendrá —Sigmund mostró
sus colmillos. Con su fuerza sobrehumana agarró al hombre con la
mano libre y con su arma atravesó a su adversario—. Como dije,
solo eres mi cena.