lunes, 27 de octubre de 2014

Diario de aventura

Diario de aventura

            Yo, Arem Holf, me comprometo a que todo lo narrado aquí es veraz y, si algo falta a ello, es porque he sido víctima de un engaño o mala interpretación de los sucesos.

Cuarta jornada

            Volviendo hasta la actual sede del gremio de aventureros sin más compañía que mis pensamientos y mi caballo me puse a pensar acerca de si realmente este sendero de noches al raso, difíciles decisiones y peligrosos combates me llevaría a cumplir mi principal objetivo, derrotar a la princesa Brundir con el bastón. La verdad es que cuando hice noche en Greenhill, ahora algo más tranquila, durante mis oraciones pude sentir cómo mi conexión con Tyr había mejorado notablemente, así que esa noche tomé la decisión de continuar en el gremio.

            Una vez me hube reunido con mis compañeros formamos un nuevo equipo: Harald, Ausente y un recio highlander que se nos quiso unir. Alguna clase de veterano de guerra, esa clase de guerreros que como única armadura viste su kilt, cargado con cuatro espadas —dos de ellas a la espalda, algo que las vuelve inaccesibles— respondía al nombre de Kincaid Bannerman —de no ser por sus reseñables dotes como guía evitaría el uso de su nombre como vine haciendo hasta ahora—.

            Tras algunas deliberaciones pusimos rumbo al reino de Enor —hogar de mi familia materna— pero para poder alcanzarlo deberíamos cruzar las peligrosas arenas de Dumar, un desierto árido que se extendía hasta los pies de nuestro destino, la fortaleza conocida como “la Última Esperanza”, nombre ganado tras la lucha con el dragón rojo. Fue en estas tierras donde Kincaid demostró sus habilidades como guía.

            La ultima noche de nuestro viaje fue la más peligrosa, dos caimanes de las arenas —criatura de la que desconocía su existencia— trataron de acecharnos, pero, como ya dije, Heindall había concedido un gran oído a Harald que nos alertó a tiempo. El combate fue encarnizado, las bestias cubiertas por una gruesa piel parecían inmunes a nuestros filos e hirieron de gravedad a todos mis compañeros; algunos llegaron a perder el sentido por el dolor. Por fortuna Tyr, siempre justo con los valientes, nos concedió una victoria —ajustada, pero merecida—. Conservando el resuello necesario, y de nuevo por la gracia de Tyr, pude sanar las heridas de mis valerosos compañeros.

            Alargando el último tramo del viaje llegamos extenuados a “la Última Esperanza”, donde los Guardias Grises —quienes hacen el trabajo sucio de Heironeus— nos dieron asilo. Al día siguiente, con nuevas fuerzas y ya libres de la arena del desierto, solicitamos acceso a las ruinas élficas.
Confiado por la reciente victoria, y pensando que mis oraciones diarias serían suficientes, nos adentramos en un lugar en el que incluso los estoicos Guardias Grises se cuidan de entrar.

            No me resulta fácil explicar lo que allí vivimos. Debíamos avanzar iluminándonos con linternas y hechizos de luz, las trampas nos esperaban a la vuelta de cada esquina y Kincaid —que encabezaba la marcha— fue golpeado por lanzas surgidas de la nada, rocas desprendidas del techo y probablemente algo más que no supe identificar. Así alcanzamos una serie de estatuas; representaban guerreros elfos de un clan que perdió la cordura tratando con entes de otras dimensiones.

            Los pisos subían y bajan sin sentido, en uno de ellos un estanque de agua escondía un anillo mágico, el tesoro nos alentó y continuamos hasta topar con un cofre. Supongo que ninguno lo vio venir, pero cuando Ausente se dispuso a abrirlo, reveló su verdadera forma. La tapa era, en realidad, fauces que masticaron al sirviente de Pelor y el barniz una dura resina que adhería las armas con las que lo golpeábamos.

            La fuerza del highlander, la astucia de Harald y mi acero lograron dar muerte a semejante abominación. Por segundo día consecutivo los dones de Tyr cerraron las heridas de mis compañeros, especialmente de Ausente que había sufrido terribles laceraciones y sangraba profusamente. La oscuridad de aquel lugar evidentemente impedía que Pelor cuidase de su pupilo; solo un dios recio como Tyr u Thor lograba penetrar en los horrores de aquel lugar.

            Así alcanzamos una gran sala donde diferentes estatuas de guerreros elfos portaban armas mágicas y alguna clase de diadema, mágica también. A partir de aquí todo fue a peor; nos topamos con una puerta cerrada de la que surgía un ojo que con su sola mirada envolvía en llamas a todo lo que se moviese. En otra sala unos símbolos de Pelor falsos se tornaron en tentáculos de sombra que trataron de golpearnos, pero esto solo era el inicio.

            Guiados por el lamento de alguna criatura nos adentramos en las profundidades de aquel lugar, el suelo cedió bajo nuestros pies y dimos de bruces con un cementerio de una criatura enorme donde era de día. Lastimados, nos las apañamos para subir; entonces el lamento se volvió cada vez más fuerte. Surgiendo a través de las paredes —como si de un fantasma se tratase—la criatura nos fue robando la fuerza de nuestros brazos y piernas.

            Debía ser consciente de que Tyr me protegía, pues me tomó como su principal objetivo. Casi sin aliento, la persecución nos hizo perdernos en aquel lugar. Exhaustos, y al carecer de un arma capaz de herir a la criatura, hubiera preferido retirarme para que nos reagrupasemos, pero Kincaid prefirió hacerle frente, pues él se había apropiado de una de las armas mágicas. Desorientados, encontramos una estatua de la que surgían los lamentos; tras ella, un árbol se elevaba desde unas raíces de piedra .

            Dispuse mi maza y justo con Kincaid la hicimos sangrar —pues aquello era carne y piedra a la vez—. Mis compañeros fueron atacados por aquella criatura etérea que ahora tomaba forma física; utilizaba la fuerza que nos robó y de tan solo un golpe dejó fuera de combate a Ausente y de otros dos a Harald. La lucha que siguió fue realmente encarnizada; Kincaid, poseído por una furia ciega y yo, por las ansias de venganza, le dimos muerte.

            Tyr, alabado sea, con un último hilo de energía me permitió estabilizar a mis compañeros que se desangraban en el suelo. Mientras, Kincaid supo abrir un cofre del que rescató unos pergaminos, entre ellos y por pura fortuna —obra de Hermod, sin duda— uno con el que pude recuperar mis fuerzas. Me eché a Ausente a la espalda, ya que permanecía inconsciente, y comenzamos a buscar una salida.

            Aquel lamento volvió otra vez sobre nosotros, pero logramos eludirlo alcanzando la salida de aquel lugar tan caótico. Una vez fuera de él los Guardias Grises atendieron las heridas de mis compañeros, ya que por obra de la divina protección de Tyr yo estaba en perfectas condiciones; cansado, algo magullado y cubierto de suciedad, pero sano como antes de entrar.


            Sabiendo que sería una falta de respeto hacia Heironeus —y un hombre debe cuidarse de ofender a los dioses, aunque estos no sean tan fuertes como su mentor— busqué un lugar donde poder orar en agradecimiento a Tyr. Es por él por lo que sigo vivo, por él que Hermod se molestase en colocar aquel pergamino y por él que mis armas fueran precisas en la batalla.

Nota: La idea original, así como los personajes que no son Arem no me pertenecen. Esto la adaptación de una partida de rol.

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